Igual que Isaías, Miqueas llevó a cabo su ministerio profético en el período crítico de la última mitad del siglo VIII a. C., cuando Asiria era el poder mundial dominante.
En su propio país, cuando empezó su ministerio profético, Jotam rey de Judá "hizo lo recto ante los ojos de Jehová", aunque "el pueblo sacrificaba aún, y quemaba perfumes en los lugares altos" (2 Reyes 15: 34-35).
Acaz, hijo de Jotam y su sucesor, se entregó del todo a la idolatría hasta pasar a "sus hijos por fuego, conforme a las abominaciones de las naciones" (2 Crónicas 28: 3). No vaciló en cambiar de lugar el altar de bronce de los holocaustos y quitó las fuentes e hizo colocar dentro del recinto sagrado del templo un altar idolátrico cuyo original había visto en Damasco (2 Reyes 16: 10-12, 14-17). Estas y otras iniquidades cometidas contra el culto verdadero del Señor quizá hicieron de Acaz el rey más idólatra que jamás reinó en Judá.
Durante el tiempo de esta decadencia espiritual entre los habitantes de Jerusalén y Judá, Miqueas cumplió con su misión profética. El contenido de su libro presenta las condiciones morales y religiosas que imperaban entre el pueblo durante los reinados mencionados.
Esta idolatría se agravó por la transigencia de muchos que observaban exteriormente las formas tradicionales del culto del Señor a la vez que proseguían con el culto y las prácticas de idolatría.
Los sacerdotes de Jehová habían apostatado. Consintieron en que el paganismo mantuviera su popularidad entre el pueblo, y en vez de defender a los pobres contra la ambición de los ricos, ellos mismos estaban dominados por un espíritu codicioso.
Había muchos profetas falsos que, mediante adulaciones, buscaban el favor del pueblo asegurándole que le esperaban mejores condiciones al paso que se burlaban de los amenazantes castigos que los profetas verdaderos de Jehová predecían, como resultado de las transgresiones cada vez mayores de la nación.
Además, esos falsos profetas hicieron que el pueblo se sumiera en un sueño espiritual mortífero calmando sus temores con la doctrina engañosa de que, siendo los descendientes de Abrahán, el pueblo especial de Dios, con seguridad el Señor jamás los abandonaría.
Los nobles y los encumbrados se habían entregado a una vida de disipación. En su ardiente deseo de disfrutar de comodidades, llegaron a ser inescrupulosos y crueles en su trato con los campesinos. Su avaricia expoliaba a los pobres mediante excesivas exigencias y los privaba de sus derechos legales.
Como felizmente a veces sucede, que un mal gobernante es seguido por un hijo que llega a ser un buen gobernante, Ezequías, sucesor de Acaz, era tan consagrado a Dios como lo había sido su padre a los ídolos. "En Jehová Dios de Israel puso su esperanza; ni después ni antes de él hubo otro como él entre todos los reyes de Judá" (2 Reyes 18: 5).
Resueltamente se puso a la tarea de contrarrestar la apostasía de su padre, a reformar las condiciones morales y espirituales de Judá, a abolir la idolatría, y a hacer que su pueblo volviera al verdadero culto del Señor. En esto fue apoyado por Miqueas. Empezó a dar fruto la lucha enconada que el varón de Moreset experimentó durante la mayor parte de su vida para plantar la semilla de la verdad en el suelo casi estéril del corazón de su pueblo. El reinado de Ezequías se caracterizó por una obra de reforma.